LA GRIETA Nro 6

Diciembre 2012

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EL BUEN OCIO

Por Daniel Krupa

Es autor de las novelas breves: Cerca (2006, Ed. Paradiso), 
Madrid (2008, Santiago Arcos Editor) y Serpientes (Ed. Gárgola, 2009). Vive en La Plata.


“Puede decirse que fue un día perdido; pero todavía estoy por saber qué es un día ganado”,
Mario Levrero en La novela luminosa.

Si el trabajo descansa en el ocio, transformándose en las caras de una misma moneda –dicho burdamente: descansar para "recargar las pilas" para luego seguir y seguir cual conejito raza Duracell–, entonces esa suerte de recreo socialmente bien visto no me gusta nada.

Si el ocio es la contemplación aristotélica de la naturaleza, no solo no me interesa demasiado, sino que hasta podría ponerme un poco tenso luego del minuto veintiuno de hacer las veces de testigo presencial de, por citar un ejemplo, cómo emerge y se sumerge y emerge y se sumerge el lomo de un yacaré, allá por los Esteros del Iberá…  Porque si el ocio es interpretado como improductividad absoluta, una suerte de parálisis psico-física, puede que me sume un rato. Mas un rato nada más. Y si al ocio me lo van a dar masticado, indicándome dónde empieza –el viernes a las 19.59–, dónde termina –el domingo a las 23.59–, también me llama a sospecha. Y ni hablar si tiene la forma de un crucero por el Caribe, el paradigma cutre del descanso capitalista.

Así, y más allá de las cientos de escenas que podríamos elucubrar a partir del tópico que ocupa esta edición, entiendo que todas las posibles escenas podrían clasificarse a partir de dos variables que encuentran en el dinero su punto central de referencia: el tenerlo y no.

Circunstancia I: sea heredando una importante cifra, arrojada desde el cielo por un tío sojero que nunca conocimos; sea saqueando una caja fuerte de una sucursal del Santander o, ¡¿por qué no?!, contrayendo matrimonio con Maxi López, disponer de una abultada cuenta bancaria permite acceder al ocio sin límites o, al menos, sin una preocupación latente sobre su finitud.

Es que el financiamiento del ocio siempre fue, es y será un tema a resolver, más allá de que nos quedemos encerrados entre cuatro paredes. No trabajar es sinónimo de ocio. Por eso, pienso yo, cuando Ricardo Piglia ganó el mentado Premio Planeta por la fallida Plata quemada explicó que al presentarse en un  concurso no hacía otra cosa que comprar tiempo para escribir. No justifico ni critico la decisión de Piglia, sino que sus palabras describen un estado de situación: (casi) todo se compra, incluso las horas a favor.

Circunstancia II: el hecho de no contar con capital para financiar un tiempo libre sin límite –quedará para algún próximo número preguntarse qué es la libertad–, podría hacernos pensar en una vida alejada del frenesí que provoca la permanente búsqueda antinatural del vil metal. Solo lo necesario. Lo básico, como sugería Carlos Marx, ya que todo lo demás son necesidades falsas. Negar la acumulación de efectivo como una forma de vida permite, me parece, tomar una sabia distancia de ciertas formas de existencia que se cimentan en el sinsentido. Pensemos en el concepto que esconde una bolsa rota. La toma de conciencia a partir de este punto lleva a ejercitar una mirada despojada sobre el dinero y su supuesto carácter vital, abriéndole las puertas al buen ocio.

De esta forma, asoma por la ventana la literatura, que ejercida sin ningún tipo de expectativa ni red, desde los márgenes, con su maravillosa improductividad, su sentido, su sinsentido, su deriva, su trinchera, su atávica incredulidad sobre lo dado y con cierto desdén hacia las transacciones, guarda algún vínculo con esta última alternativa.

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