LA GRIETA Nro 6

Diciembre 2012

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EL OCIO COMO VIAJE, EL VIAJE COMO ENSAYO


(A propósito del texto de J. B. Duizeide)

por Fernando Alfón

El octavo de sus ensayos, Montaigne lo consagra al ocio. La brevedad del texto no se condice con la gravedad de lo que confiesa: en el ocio brotaron las «quimeras y fantásticos monstruos» de los que se ocupan los essais. Al principio parece advertir los riesgos de la ociosidad: el espíritu tiende al despilfarro de la imaginación y al desvarío; incurre luego en cualquier tipo de locura, en cualquier tipo de sueño. Un epigrama de Marcial ya se lo había advertido: «estando en todas partes, no se está en ninguna» (VII, 73).
La cita aquí no huelga (otra vez el inusual verbo holgar, que ejecutamos a diario y nombramos casi nunca), pues, para oponerse a la filosofía ensayística de Montaigne, Descartes compuso su Discurso del método, en cuyas primeras páginas confiesa haber leído muchos libros de fantasía, que lo llevaron a vagar por muchos lugares. Lo confiesa porque ahora decide abandonar esos puertos para asentarse en un único lugar: la razón metódica; es decir, la razón que no «navega». He aquí dos filosofías opuestas: la de Montaigne, cuya «oisiveté» es un viaje; la de Descartes, cuyo cogito es una estadía y un remanso. Montaigne es un escéptico: la mutación de los sentidos auspicia la mutación del juicio y el viaje (la metamorfosis) permanente; Descartes quiere ver si puede dejar de ser un escéptico, y se le ocurre que, para dejar de navegar, nada mejor que un método.
En el anverso del viaje de «la imaginación» encontramos, en cambio, la certeza de que el viaje físico (el viaje de los sentidos, el traslado del cuerpo) no garantiza el traslado de la mente, que fue uno de los tópicos de Sócrates, que no encontró sorprendente el fracaso de un viaje sanador de un hombre: «¿Acaso no se había llevado a sí mismo consigo?» El suceso lo recuerda el mismo Montaigne, que, a la respuesta socrática, le adjunta unos versos de Horacio (el otro Horacio): «¿Por qué buscar tierras ajenas alumbradas por otro sol? ¿Basta exiliarse de la patria para huir de uno mismo?» (Odas, II, 18-20)
Si la idea de que viajar es imposible es cierta, debemos asumir que cuando caminamos seguros por una ciudad desconocida es porque a nuestros pasos los guían aquellos que dimos en ciudades ya transitadas. Escribo ciudades donde debí escribir, quizá, una única ciudad, la ciudad de donde nunca partimos. Bernardo Soares, a quien viajar le resultaba un tedio y un obstáculo para la imaginación, gustaba decir: «Quem cruzou todos os mares cruzou somente a monotonia de si mesmo.» (Livro do desassossego. Frag. 138)
Si concediéramos verdad, insisto, en esto de que no es posible viajar —de que no es posible salirse de uno mismo—, los viajes al menos otorgan la gracia de ver, de forma renovada, un único lugar, el que conocemos de memoria o, para ser más expresivo, el que forjó nuestra memoria. Michel de Montaigne llegó a esta conclusión luego de perder por completo el tiempo —la confesión es de él—, recogido en sí mismo. La ociosidad lo condujo al desvarío, el desvarío a la explosión de la imaginación, la imaginación al ensayo.


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