LA GRIETA Nro 6

Diciembre 2012

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CORSOS Y CARNAVALES


Por Andrés Bisso

Profesor de Historia e Investigador de
¡La de gente que habrá haciendo cosas importantes mientras yo estoy aquí tirado!
 ¿No me da vergüenza?
¡Ah, cómo! ¿No me da?
Nunca termina uno de conocerse.
(“Felipe” en Mafalda, n° 7)


¿Qué paradoja la del tiempo libre, no? Porque si no estuviera limitado por el tiempo ocupado por las obligaciones, no sería libre. Está perfectamente constreñido por el tiempo utilitario, el que es más fácilmente definible y estipulable en una agenda Citanova. Si uno pudiera disponer en cualquier momento de aquél, la libertad no sería tal. Sería simplemente pasarse el día pelotudeando. El ocio es la actividad “obligada” de ese tiempo libre, “destinado” a ser utilizado para tal fin. Y no hay mayor estresado que aquel que piensa que está “malgastando” su tiempo libre, cuando mira una película clase “B” o se pierde en inauditas páginas web, al buscar un dato acerca de una serie favorita de su adolescencia. Y no hay nada peor que lo doloroso que resultan todos esos momentos destinados a “planificar” el tiempo libre, que parecen Quintas Columnas del trabajo y de lo serio, puestas sobre nuestra intención de “olvidarnos de todo, menos de divertirnos” como rezaba un cartel del corso oficial de la Municipalidad de La Plata en los años treinta. A todo esto, los corsos tenían comisarios, comisión organizadora, edictos policiales, estipulación de trayectos de calles, permisos y premios a los disfraces, jurados de elección de reinas de Mi-Carême… Como decía hace más de un siglo y medio, Herbert Spencer, “la alegría parece estar en razón inversa de los preparativos, [que junto con] las ceremonias excesivas, perjudican los mismos placeres que se pretende proporcionarnos”. Es el viaje en bondi de una hora para ir a la canchita en la que jugamos al fútbol, es la cola de media hora de espera en el restaurante, es el mailing previo a una reunión, son las “vaquitas” en los cumpleaños… Todas opciones que muestran lo débil que resulta la frontera entre la sociabilidad formal y la informal, la complejidad de pensar cualquier contacto lúdico desde una estricta gratuidad simmeliana. Como decía Gramsci, la espontaneidad pura no existe. Todo acto gratuito de más en una persona, pareciera exigir el establecimiento de una sociedad momentánea y levemente hinchapelotas.

El hecho mismo de tirar dos bucitos para hacer un arquito en una plaza, para jugar un “dos contra dos”, es el comienzo del Estado. Teniendo en cuenta todas las teorías existentes acerca del origen del Estado, resulta extraño que nadie haya pensado que quizás esa institución de algún valor en la sociedad actual, pueda haber surgido inicialmente, para administrar el ocio preexistente. Que por aburrimiento surgieron los chamanes; que por embole aparecieron los escribas; que inflado las pelotas de no tener nada que hacer, alguien quiso “gobernar”. Es una teoría tan poco plausible, que resulta interesante para ser desarrollada. 

De hecho, el ocio precede al Estado. ¿Y no es acaso la política, una actividad ociosa en origen? Una actividad para perder el tiempo, como tantas otras. Como disfrazarse de mujeres y emperifollarse con plumas ¿No podría ser el poder, al comienzo, un juego que sólo luego se fue autonomizando? Nada nos evita poder pensar que la idea lúdica de “liderazgo” haya precedido a su función de dominación. Y que sólo después, al concebir su efectividad como mecanismo de jerarquización social, esta haya sido operativizada por los grupos portadores o pretendientes de poder. En esa hipótesis nada corroborable, el Carnaval no sería tanto la reacción y la efímera forma contra-hegemónica del poder, sino el remanente primitivo de las primeras formas lúdicas de lo político, y que sólo recién después tomaría su cariz especular, para denunciar frente a la política, lo que una vez le perteneció.
No son éstas, finalmente, hipótesis que deban tomarse en serio. Son simplemente artilugios discursivos cuya pretensión es abrir el juego, a intentar ser capaces de pensar de maneras menos esquemáticas las divisiones entre actividades y disposiciones que se nos presentan, a menudo, como continentes separados en el discurso sobre lo social: el ocio, de la política; el juego, de la militancia; lo frívolo, de lo comprometido; lo serio, de lo jocoso.   


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