LA GRIETA Nro 6

Diciembre 2012

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OCIOS

Por Carlos Aprea

La Plata, 1955. Poeta, actor, autor y director de teatro. 
Tiene tres libros de poemas publicados: La intemperie, 1999, 
Abrigo, 2006 y La camisa hawaiana (2010). 

Como suele ocurrirnos a menudo, conforme avanza nuestra “edad quebradiza” (1), un recuerdo inexacto puede generar toda una cadena de asociaciones, tan inútiles como novedosas, que sin el fecundo yerro inicial no se hubieran producido. La canción realmente dice: “Salva tu piel, /la ciudad te llevó el verano, /ponte color, /que al morir los hombres son blancos, /más blancos.”(2). En mi recuerdo sin embargo, siempre decía: “Salva tu piel, /en la ciudad ya llegó el verano (…)”. Sí claro, con justicia que es más propio de un aviso de protectores solares que de una canción del maestro L.A.S., pero nuestra frágil memoria suele jugarnos este tipo de chanzas ridículas. En realidad, quizá el error haya sido impulsado por lo que siempre ha significado el verano para nosotros, habitantes de sur del mundo en donde el fin del año es el comienzo de la estación más esperada y ciudadanos de una ciudad cortada en dos por el fin de los cursos universitarios y el consiguiente exilio juvenil. La esperada salvación, estampida veraniega engrosada por la feria judicial, el fin de las clases escolares y la preferencia masiva de los empleados públicos por veranear lo más cerca posible del mar, en los meses más insoportables para la vida en la ciudad. Variados grupos sociales, masas policlasistas,  fuera de sus obligaciones, a disposición de otra cosa, otro tiempo. Un tiempo “libre”. ¿Libre?
Hay, en estos días finales,  un corte con el registro habitual, el ritmo del trabajo y/o estudio, los horarios establecidos para lograr cierta eficacia, los compromisos y encuentros en virtud de esas obligaciones, etc. Hay un sentir vinculado a lo que termina y a lo indefinido que esta por delante y que no parece demasiado distinto a ese vacío, esa extrañeza frente al  nuevo transcurrir del tiempo, turbación que puede acontecerle a un reciente jubilado, a un novel desocupado, a un viudo o a quien, por una u otra razón, se le trastoca la vida cotidiana imprevistamente. Hay, de pronto, una máquina que para, un proceso que ya no sucede. Pero, a diferencia de la angustia ante esos vuelcos bruscos de la existencia, acontece frente a estos períodos, el tiempo del ocio, otro tipo de vértigo para el cual este mundo viene creando una cada vez más variada e innumerable oferta de diagnósticos, prescripciones, remedios y placebos, porque parece que no es deseable que esa angustia del vacío, ese estar de un modo raro frente a un posible nuevo comienzo, trascienda el orden más profundo de las cosas. Ese es el peligro que los planificadores temen, ese es el agujero en el corral que quienes detentan las omnipresentes voces ordenadoras del sentido común, de la lógica del sistema del lucro.
Pero a no preocuparse, se ofrece un amplísimo menú para saciar rápidamente el vacío de ese tiempo distinto, para ordenarlo en el corralito de lo conveniente, lo recomendable, lo útil. No es cuestión que esa modesta acumulación de energía (¡y dinero!) dispuesta para el uso, se derroche, se malgaste en pensamientos peligrosos, en quehaceres inconvenientes. Escuchen al susurro recurrente del charlatán de feria: “No pierda el tiempo libre. Le ofrecemos una amplia lista de alternativas, adecuada a su bolsillo y a sus más recónditos deseos, a los cuales sabremos adobar, de acuerdo al nivel de su acumulado y… un poquito más (no sea cosa que alcance demasiado rápido su satisfacción). ¡Con nosotros solo gozará la felicidad de saber que la rueda sigue girando y usted sigue prendido a ella!”.
Bien, alejémonos un poco de este ruido multiplicado ad infinitum por el panóptico mediático, por la maquinaria del ¡plim, caja! y remontemos el río. En el principio, el río de nuestra propia infancia, hasta llegar a ese fin de clases y a esa puerta abierta a días infinitos donde el calor incitaba las siestas más prometedoras y las mañanas y las tardes eran nuestras, parafraseando al viejo oso de Birabent. Allí comenzaron a consumarse nuestras más intrépidas exploraciones y nuestros más recordados descubrimientos, ya sea en la breve pero desconocida geografía del barrio, ya sea, un poco más tarde, en las excitantes superficies de placer que recorríamos como nuevos devotos. Un tiempo que, excediendo el verano, se extendía anualmente ante situaciones inesperadas, enfermedades o accidentes que nos apartaban del orden cotidiano, incluso esos momentos más fugaces, en donde nuestra posibilidad de soñar se imbricaba con naturalidad en el transcurrir de los días comunes. No recordamos de esos días felices ni preocupación por la subsistencia (hablamos, claro, de un país aún no devastado, del país ignorante de antes de la guerra) ni especulación por el excedente, ni ética del ahorro ni impertinencia del derroche, solo el viejo saber popular como eco de Epicuro: vivir y dejar vivir. Ese tiempo era el otro tiempo y como en un juego sin final ni reglas fijas, a una nueva sorpresa podía sucederle una decisión de hierro, tan íntima como definitoria para nuestra vida futura. (También, claro, un tiempo en donde la infancia aún no estaba cosificada como un commodities ni clasificada como un nuevo nicho de marketing.) El ocio, el tiempo libre, era parte natural de la vida cotidiana como el silencio o la calma que sucedían al deber hacer.
Pero, salmones vagabundos al fin, sigamos con nuestra navegación, río arriba.
Para los griegos, nos dice la Wikipedia hoy,  la idea de ocio estaba implícita en la palabra  skholè  que significa tiempo libre o, mejor, tiempo-libro y es, también, la raíz de la palabra “escuela” (del latín "schola"). De esta manera, tanto la noción de enseñanza como la palabra que designa al lugar donde se imparte instrucción, tienen su origen en la idea de ocio, diversión (es decir, evasión) y ocupación reposada, descanso físico, no intelectual (¿la machacante noción de “cultura del trabajo” con que se martilla a los expulsados del sistema no se aproxima entonces a un oxímoron que desnuda su carácter de clase?).  Los romanos, por otra parte, cultores de un pragmatismo a la carta, fueron al grano: el ocio (otium) para ellos era lo contrario del negocio (negotium) e implicaba la idea de retirarse de determinados asuntos para poder participar en actividades que se consideraban artísticamente valiosas o ilustrativas (es decir, el debate, la escritura o la filosofía). Como vemos, desde aquellas antigüedades la idea de ocio está vinculada no solo a la interrupción de lo habitual y al vértigo de un vacío, sino a la posibilidad de otro pensar, a un tiempo para el filosofar o encarar actividades no ligadas ni a la imperiosa subsistencia ni a la centralidad de lo que podemos llamar las obligaciones inherentes al “proyecto vital” (si bien, claro, la misma idea del ocio no debería colisionar con lo que concebimos como proyecto de vida…sino más bien integrarse a nuestra vida misma).
Con el crecimiento de la enajenación del trabajo y la fetichización de la mercancía (3), la concentración y crecimiento de los medios de comunicación como reproductores discursivos de escala regional y global, y la proliferación de tecnologías de control social (4), es decir, con la nueva etapa de un capitalismo mundializado en donde se trata que no quede ni un centímetro cuadrado de tierra virgen (ni tierra de nadie), la propia idea original del ocio, así como nuestra práctica vital al respecto, comienza a ser sitiada e invadida por amenazas disímiles pero complementarias: no solo acorralarlo en el verano y las “vacaciones reparadoras”, sino la insistencia publicitaria en proponer una vida de consumo ilimitado que nos permitiría nuestra absoluta realización (¡y nuestra completa individuación junto a la promesa del fin del deseo!) y la espada flamígera de la culpa cristiana frente al pecado de holgazanería, el pecado original de la estirpe de los vagos y malentretenidos de estas pampas bárbaras a los cuales, por suerte el progreso y la profilaxis pública extermina sin compasión (“Fábula maldita la que narra/ que murió de frío la cigarra…” (5) cantaban los hippies setentistas argentinos). Porque no todo es una simple cuestión de recetas à la page ni de tabulas rasas frente al deseo y la necesidad de pensar nuestro “tiempo libre”. Como bien advierte el vasco Javier Sádaba: “La alienación nos recuerda que no todo descanso o respiro hay que verlo como tradición o debilidad, que un aspecto fundamental en nuestra vida –y olvidarse de él es tan grave como olvidar que las acciones sin gozo son residuos de puritanismo agresivo, de ambiciones mal disimuladas-  es el descanso y el juego, el sosiego y el sincero reconocimiento de nuestra limitación” y “la sublimación, por su parte, sabe sacar partido al esfuerzo. Sabe que hay que saber (…)”, que “La libertad sin un enriquecimiento de las formas de convivencia es palabra hueca” y “Democratizar la vida de todos los días tiene que ver con una profundización en la historia de la liberación de la humanidad… porque los tiempos de silencio, llevados con mayor o menor dignidad, son también una necesidad de todos los tiempos y, tal vez, de modo muy especial, de tiempos como los que vivimos.” Y porque “No obstante, sin la idea de una comunidad utópica, sin el movimiento imaginativo y práctico de una buena sociedad, no hay, en modo alguno vida cotidiana. Lo que hay es su destrucción. Es la vida cotidiana taponada, manipulada, en lo que todo lo que se llama privado, propio y auténtico no es sino impuesto, importado y espúreo.”(6)
Sea en la experiencia del flâneur benjaminiano que recorre una ciudad disponible a las revelaciones, en el frío invierno o en el verano solitario, o la de nuestro vate de los suburbios, buscando ramalazos de vida verdadera en los barrios (7), sea en quien discurre Bebiendo solo a la luz de la luna, como Li Po (8), o en quien escucha por primera vez una música de ángeles en una vieja radio portátil, sumergido en la Pelopincho del patio (9)  o después de una dura jornada laboral y con un mate en la mano, la posibilidad y el goce del ocio hace a nuestra humanidad, a nuestro carácter de personas, nos iguala mucho más que otras supuestas peculiaridades y a despecho de tanto relato de homo faber y homo economicus  de quien siempre pretende moralizarnos para amoldarnos.  
Y en este punto, ignoto lector, frente a este común encuentro con la skholè, con el ocio que condujo esta parsimoniosa escritura y el ocio que te condujo hasta aquí, quisiera pensarme y pensarte, frente a un desconocido paisaje, un vasto océano quizá con cálidas brisas quizá con nubes de tormenta, que nos interroga con el silencio del deseo. Un intrigante horizonte que guarda, sin embargo, alguna extraña nostalgia, un viejo déjà vu que solo muy íntimamente podremos develar pero que sin embargo no nos amedrenta, al contrario, empuja ese arrebato para tomar los remos preparar la nave y darnos a la mar. En un viaje cuyas mejores coordenadas son el no saber ni cuándo ni dónde arribaremos, ni mucho menos quienes seremos al llegar.

Carlos Aprea, Villa Elvira, diciembre de 2012
Notas:
1.                   Hojas de Hipnos. René Char,
2.                   A esos hombres tristes. Luis Alberto Spinetta.
3.                   El capital. Carlos Marx.
4.                   Ver, por ejemplo: Las etiquetas RFID pueden ser un instrumento de control social… en: http://www.paginadigital.com.ar/articulos/2004/2004terc/cartas/c1002156-4pl.asp
5.                   Tiempo de guitarra. Pedro y Pablo.
6.                   Saber vivir. Javier Sádaba. Ediciones Libertarias. Madrid, 1985.
7.                   Ver: http://larazondemilima.blogspot.com.ar/2010/06/normal-0-21-false-false-false.html, blog de Mariano Dubín.
8.                   Poemas de Li Po: http://licricardososa.wordpress.com/2011/09/17/li-bai-li-po-poemas/
Piletas Pelopincho, aquí: https://www.facebook.com/pelopincho

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